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Un hogar para el exilio

El País
Jorge F. Hernández
20 de julio de 2014

La historiadora Dolores Pla en México. / Gregorio Cortes (secretaría de Cultura)

Ronda la amnesia cuando al paso del tiempo decrece el número de testigos, descendientes y beneficiarios del exilio español que llegó a México hace exactamente 75 años. Se percibe un incómodo silencio y una necia neblina de olvido cuando se ha vuelto común escuchar al vuelo que alguien declara su hartazgo o incluso aburrimiento ante cualesquier retazo o remanente de lo que fue el horror del polvo y de la pólvora, los muertos y los abusos de todos los bandos, la confusión de banderas y la tarantela hipnótica de los himnos, no sólo durante eso que llamamos la Guerra Civil, sino también cuando evocamos a los miles de refugiados que se transterraron y resucitaron en México para honra de tantos campos donde florecieron. Es obligación de conciencia apuntalar entonces —de diario, de obra y sin omisión— lo que podríamos llamar el hogar para el exilio: hablo de la memoria que está en las caras arrugadas de los que aún viven para contarlo y en las páginas que parecen amarillear con la ira superada, las lágrimas disecadas y la dignidad intacta del perdón. Hablo de que el hogar de nuestros exilios es la casa donde se sembraron los nombres de los ancestros, así como de los anónimos y las vidas truncadas de quienes jamás imaginaron que sus hechos y sus palabras hallarían eco lejos de las trincheras de Belchite, los gritos o las bombas en las ciudades, las horas que memorizó el Ebro o los escombros del Alcázar en Toledo.

Entre muchas charlas y libros, debo a Antonio Saborit el privilegio de haber conocido a Dolores Pla Brugat. Dirán con justicia las enciclopedias y los memoriales que la doctora Pla Brugat fue una destacada historiadora, investigadora notable del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México y creadora allí mismo del Seminario especializado en los extranjeros de México. Consta que recientemente fue la investigadora responsable y ejerció la curaduría de la exposición El exilio español en la Ciudad de México, que aún hoy se puede recorrer, y se añadirá que fue directora del proyecto Historia oral de los refugiados españoles y autora de Los niños de Morelia: un estudio sobre los primeros refugiados españoles en México; Els exiliats catalans: un estudio de la emigración republicana española en México y del bello libro El aroma del recuerdo. Narraciones de españoles republicanos refugiados en México. Lamentablemente, los memoriales y las enciclopedias han de añadir que Dolores Pla Brugat falleció el pasado 13 de julio en Barcelona a la edad de 60 años.

A mí me toca contar con dolorosa gratitud que Lola Pla me ayudó a desenmarañar no pocos laberintos de la vida de Patricio Redondo, un maestro del exilio español que vino a México a plantar el sueño de una escuela en medio de la selva tabacalera de Veracruz, tal como haría en la Ciudad de México su mejor amigo, José de Tapia, con la escuela Bartolomé Cosío que continúa floreciendo en Tlalpan. Gracias a Saborit, Lola Pla Brugat publicó el breve pero indispensable libro Ya aquí terminó todo, libro verde como leña de hoguera donde Pla Brugat dio voz a una veintena de voces sobrevivientes, la casa de la memoria andante de 20 testimonios vivos, desgarradores y al mismo tiempo ingeniosos, conmovedores, llenos de esperanza, acompañados por un luminoso prólogo donde Pla Brugat no sólo condensa con inteligencia los motivos del exilio, los enredos de la Guerra Civil y los horrores de tanta confusión bombardeada, sino el clima político e ideológico que marcó a la II Republica en los años precedentes.

Me honra recordar y vuelvo a llorar al escribir estas líneas, pues tanto Lola Pla como Antonio Saborit me pidieron presentar ese libro en la Casa Refugio Citlaltépetl que dirige como anfitrión intachable Philippe Ollé-Laprune. En esa casa que sirve de hospedaje a todo escritor que sea perseguido en su país de origen por tinta de verdad que se contraponga a cualesquier velo de censura, Dolores Pla Brugat llenó la sala y el antecomedor, el hall de la entrada y parte del patio con motivo de aquel libro donde línea a línea —para orgullo y gratitud de México— una veintena de voces rompen silencios y narran todos los impensables avatares y las huellas de desgracia en el camino que recorrieron para cruzar la frontera de Cataluña con Francia, al filo de que cayera Barcelona. Sabemos de la sombra del poeta inmenso que iba tirando papelitos con versos sueltos por el camino y hemos visto las imágenes de tantos niños con las caras que reconocemos hoy día en rostros infantiles de la franja de Gaza o los ancianos envueltos en mantas y piojos sin saber que su destino sería quizá el campo de concentración de púas y mar que se llamó Argelés-sur-Mer. Sabemos de los decretos y las fechas, las cifras y los anales de la historia, pero Pla Brugat construyó la casa de la memoria que precisaba la mejor arquitectura del pretérito: la de los planos que llamamos microhistoria, donde los sin voz adquieren nombre y biografía, donde los hechos minúsculos y a menudo inadvertidos son leídos con la misma importancia que le damos al bronce de las estatuas y el mármol de la Historia con mayúscula.

Al presentar el libro, intenté resumir en unas cuartillas que luchaban por no ser aburridas mi admiración por la historiadora Pla Brugat, elogios a la edición y sincronía con cada párrafo del prólogo más que ilustrativo que sirve como dintel para empezar a entender toda una época que no debemos olvidar todos. Sin embargo, llegó el punto en que no hallaba ya más palabras y se me ocurrió mejor leer en voz alta los nombres de los 21 autores de los testimonios reunidos por Dolores Pla en su libro. Sin proponérmelo, tomaba lista a quienes creía fantasmas del pasado, cuando por el filo de la mirada noté que algunos asistentes de la concurrida audiencia se ponían de pie. Creyendo que había logrado aburrirlos al grado de acelerar su salida, alcé la vista para descubrir que —uno a uno— quienes se ponían en pie ¡eran precisamente los hombres y mujeres cuyos nombres seguí leyendo! Y los leí más de una vez —uno a uno— ya con la voz entrecortada. Estaban allí, de pie con la memoria intacta, en medio de los aplausos de sus familiares ya mexicanos, del público en general y de la autora que había apuntalado la casa de su memoria, allí mismo en la casa refugio de los testimonios y recuerdos que no merecen amnesia.


Me pongo de pie y escribo en voz alta, con la garganta hecha nudo, el nombre de Dolores Pla Brugat, una entrañable historiadora, incansable constructora de la casa para el exilio que es la memoria que debemos contagiarnos para no olvidar el pretérito en blanco y negro, tanto como no desdeñar los horrores que se escuchan en el paisaje de Palestina, los miles de niños que habitan el limbo en la frontera con Estados Unidos, los ancianos desamparados en cualquier desahucio o los miles de brasileños desengañados con los placebos y utopías de un Mundial que se vuelve ahora olímpico. Que la casa que se vuelve hogar para cualquier exilio es la memoria que se cultiva con el amoroso empeño de abatir los olvidos, consignar todos los hechos que constan, delineando el rostro de los anónimos y dando la palabra a todos los que cuentan, porque todos cuentan. Ese es el ejemplo de Dolores Pla Brugat y yo no pienso olvidarla jamás.


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