Investigamos y promovemos el acercamiento entre las culturas catalana y americanas, dándolas a conocer al público en general.

Como en patria propia

El País
Andrés Trapiello
20 de julio de 2014

Entre los refugiados del 'Sinaia' viajaban algunos de las mejores mentes de la República.

Un refugiado español en la cubierta de uno de los barcos que llegaron con exiliados a México. / Acervo Histórico Diplomático de México

Entre enero y febrero de 1939 cruzaron la frontera unos cientos de miles de españoles en condiciones penosas y conocidas por todos: vencidos, muchos de ellos enfermos, la mayoría hambrientos, arrecidos y humillados por las autoridades franceses y los guardias senegaleses que los trataban con saña y desprecio. En vista de ello la mayor parte luchó desesperadamente por escapar de los campos, primero, y, después, de la condición de refugiados que les obligaba a vagar por territorio francés como apestados, sin papeles, sin dinero y sin idioma. De ese casi medio millón de españoles lograron subir al Sinaia el 24 de mayo de 1939 mil quinientos noventa y nueve. Al día siguiente zarparían de Sète, en el Mediterráneo, rumbo a México. ¿Cómo lo lograron? ¿Quiénes eran?

Las historias grandes están hechas de pequeñas historias, pero es raro encontrar una historia pequeña que observada con atención a la debida distancia, si es humana, no muestre su grandeza. Es el caso de la de ese buque.


Por los días que escribió uno Días y noches (2000), una novela que relata esa travesía, alguien donó a la Fundación Pablo Iglesias un documento excepcional, el listado de pasajeros del Sinaia. En él figura nombre, edad, oficio o profesión, militancia política y sindical y cargos desempeñados antes y durante la guerra de la mayor parte de esos pasajeros. Están excluidos de él el nombre de las mujeres, de los ancianos y de los niños que viajaban en condición de familiares. Hombres: 953; Mujeres: 393; menores de 15 años: 253. Total: 1599. Escalas: Madeira, Puerto Rico y Veracruz, adonde llegaron el 13 de junio. “Porcentaje de analfabetos: 1,1%”. En este último dato se halla en parte la razón del embarque.

El Sinaia era un vapor de bandera francesa, fabricado en 1924. Había servido como buque mercante, pero en los últimos años se había pasado al transporte, más rentable, de soldados y peregrinos musulmanes a la Meca, y en la travesía mexicana sobrepasó su capacidad, por lo que muchos debieron viajar en bodegas y sollados asfixiantes en condiciones de suma incomodidad. Lo fletó el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (Sere) con dinero de la República, por orden de Juan Negrín y tras una invitación del presidente mexicano Lázaro Cárdenas que vio en aquellos refugiados una contribución preciosa a la modernización de su país. La Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (Jare), creada en México por los socialistas, acusó al Sere de favorecer a los comunistas, confirmando así que en el bando republicano seguían con la Guerra Civil. ¿Eran todos comunistas? Desde luego que no. A esas alturas probablemente no eran ni negrinistas.

En Puerto Rico, Negrín subió a bordo del Sinaia para dar a “sus” 1599 refugiados la bienvenida a tierras americanas —traje impoluto de hilo blanco, camisa de seda, corbata, zapatos de rejilla, canotier— y esos 1599 refugiados amordazaron su indignación y perplejidad —mangas de camisa, ropa vieja, alpargatas— con un tensísimo silencio. En el barco viajaban, en efecto, algunos destacados comunistas, Pedro Garfias o Juan Rejano, que editaron mientras duró la travesía un periódico ciclostilado, y un fotógrafo que llegaría a ser tan famoso como Capa, David Seymour, Chim. Leyendo el periódico y viendo las fotos de Chim se diría que aquel fue un crucero de placer. Pero lo cierto es que a bordo del Sinaia viajaban 1599 personas tan entristecidas como esperanzadas, enzarzadas a menudo en agrias y sordas disputas políticas, y entre ellas algunas de las mejor preparadas de la República española, abogados, médicos, ingenieros, maquinistas, intelectuales, artistas y operarios cualificados que correspondieron a la generosidad y visión de Cárdenas trabajando en México como en patria propia. Recordaban acaso aquello que había dicho un antepasado de todos ellos, gachupines y mexicanos, cuatro siglos antes: sólo es patria “donde se halla el remedio”.

El empeño de Suárez

El País
Antonio Navalón
20 de julio de 2014

El presidente español viajó México, en su primera visita oficial como paso para la reconciliación


Adolfo Suárez, de visita oficial a México, estrecha la mano del presidente José López Portillo, en 1977. / efe
Era un 24 de abril de 1977. Aquel día, un joven y sorpresivo Adolfo Suárez, 15 días después de legalizar el partido comunista, a 54 de las primeras elecciones libres en España, con la tinta aún fresca de la firma en París del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Madrid y México, descendió de un avión de Iberia en el recién inaugurado aeropuerto de Cancún, convirtiéndose en el primer presidente español que viajaba a territorio mexicano en 40 años.

Suárez iba camino de Washington a explicarle a la Administración de Carter por qué dos semanas antes había legalizado a los comunistas tras cuatro décadas de ostracismo y persecución. España se reencontraba con la democracia.

No supe entonces, ni lo sabremos quienes le tratamos como colaboradores y amigos, qué sabía o intuía Adolfo Suárez. Pero vistos con perspectiva, sus movimientos demostraban o una sabiduría consciente o una intuición inconsciente para hacer lo debido en el momento adecuado.

México, el único país que nunca reconoció a la dictadura franquista, era un país cercano en el resentimiento y lejano en el conocimiento para los hijos del régimen (incluidos quienes no querían serlo o quienes lo fueron, como era el caso del entonces presidente del Gobierno español). Para Franco, la relación con México terminó con Hernán Cortés.

Suárez se empeñó personalmente en que su primera visita —en aquellos frenéticos momentos de América— fuera a México. El entusiasmo de Santiago Roel, ministro de Asuntos Exteriores mexicano entre 1976 y 1978, y la inteligencia política del entonces presidente José López Portillo, consciente de que había que cerrar el apoyo a la Segunda República en el exilio y recibir a la Monarquía, hicieron el resto.

En medio hubo grandes lecciones de sabiduría y de generosidad sin precedentes: fue el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), Tata para los mexicanos, quien abrió las puertas del país al exilio español. Todavía estaba fresco en la memoria del Ministerio de Exteriores y de México cuando hubo que comprar el Hôtel du Midi, en el centro de Montauban, en una de cuyas habitaciones agonizaba el último presidente de la República Española, Manuel Azaña, para que muriese en el suroeste de Francia, pero en territorio mexicano, amparado por su legación y cubierto por la bandera tricolor.

Cárdenas nunca consintió la humillación inherente a la victoria de la España que ganó la Guerra Civil. Entendió que todo ese caudal de inteligencia, sensibilidad y creatividad y esa tragedia humana podían ayudar a alumbrar al nuevo México… Y consagró el derecho al asilo.

Pero Suárez sabía que para lograr la reconciliación nacional era necesario que los exiliados volvieran, los presos políticos salieran y se afrontaran los demonios familiares, uno a uno. Sabía que contaba con pocos militares (apenas los dedos de una mano) que no fueran franquistas y menos policías. Sabía que se iba a reencontrar con algunos de los viejos demonios familiares que habían permitido justificar el aparato del odio, de la propaganda y de la Guerra Civil.

Sabía que llegaba al país donde estaban los restos que no murieron con Azaña y su viuda, Dolores Rivas, junto a tantos otros que los acompañaron en aquel camino de la lucha que explica en parte la derrota de la Guerra Civil del bando republicano. Sabía que era importante comenzar a dar las gracias y a cerrar heridas.

López Portillo —a quien se le debe el enterrar el estigma del gachupismo y el creerse, curarse e incorporar dos partes de la historia fragmentadas, separadas por los kilómetros entre España y México— hizo una advertencia a Suárez que él siempre me relató en primera persona: “Justo antes de empezar la revisión de las tropas en el Palacio Nacional y de ver en la plaza del Zócalo la bandera española junto a la mexicana, López Portillo me hizo un comentario: ‘Señor presidente, bienvenido a México. Le pido que transmita a Su Majestad que, en caso de no cumplir completamente la incorporación de España a las democracias, México restablecerá su relación republicana con el Gobierno en el exilio que nunca se autodisolvió y volveremos a ser la tierra de asilo para los demócratas españoles’. Suárez le contestó: ‘Presidente, si Su Majestad y este presidente no pudiéramos culminar nuestra promesa de democratizar plenamente a España, tenga usted por seguro que los primeros exiliados de la nueva oleada seremos Su Majestad y yo”.

Fue un bello acto de generosidad política por ambos lados, de una gran visión con un resultado sabio que empezó a cerrar el dolor de las viejas heridas.

Pero si el exilio fue fundamental para la modernización de México, ese cierre histórico dio lugar a situaciones insospechadas en la historia de los dos países.

Hubo protagonistas como Rodolfo Echeverría, subsecretario de Gobernación e interlocutor con el Gobierno español en aquel entonces y enlace con la oposición democrática al franquismo, que no sólo acabaron con la historia de rechazo mutuo —con razón— de la España colonial, sino que dieron un paso decisivo para la normalización entre los que se fueron, los que se tuvieron que ir y los que llegábamos a la democracia.

Ese reencuentro con México y el exilio, esas nuevas relaciones entre los dos países rotas desde 1939, fueron la contribución mexicana en pensamiento, testimonio y generosidad, y retroalimentaron el éxito de la Ilustración por primera vez en España, que empezó con el mandato de Suárez.

El resto de la historia es más conocida: México impuso varias condiciones, todas ellas humanitarias. Durante 40 años, no sólo todos los bienes mexicanos en España habían sido confiscados por Franco, sino también todos los intereses españoles en aquel país se pusieron a disposición de las fuerzas del exilio. Había que transitar un camino y se hizo por la avenida grande y no por el callejón trasero de los pequeños intereses.

De aquel histórico viaje salieron dos acuerdos: uno, el compromiso de Suárez (pedido por México y respaldado por él) de respetar los derechos pasivos de los emigrantes españoles que habían huido para salvar su vida. Dos, que México se convertiría en el principal aliado de la buena nueva democrática para su consolidación en el resto de los países latinoamericanos.

Cuándo Suárez despegó de Ciudad de México rumbo a la capital estadounidense, sabía que tenía un aliado, pero no la dimensión de su significado en el camino de la democracia española. La ayuda mexicana no sólo devolvió la paz a los sepulcros de aquellos que murieron lejos de España, por la barbarie de la Guerra Civil, sino que invirtió y creó bonos de credibilidad democrática como padrino, amigo y defensor, una de las grandes actuaciones políticas que tuvo el criticado y denostado López Portillo.

Quienes a un lado u otro de los dos Gobiernos tuvimos el privilegio de vivir eso, sentimos haber tenido la oportunidad de participar en algo no sólo histórico, sino en un reencuentro más allá de la historia, de los dictadores, de las cosas mal o bien hechas por ambas partes: el encuentro del tronco común y de la búsqueda de la institucionalización de los dos países casi al mismo tiempo. No olvidemos que ese es también el momento en el que López Portillo y Jesús Reyes Heroles, como secretario de Gobernación, hacen aprobar la Ley de Libertad de Partidos Políticos del PRI. Es decir, termina y comienza, en otro sentido, la transición mexicana que se extendería hasta el 2 de julio de 2000.


Con Franco, nada


El País
*Rodolfo Echevarría
20 de julio de 2014

El hombre que reconstruyó las relaciones México-España tras la llegada de la democracia cuenta cómo fueron aquellos días.


El embajador de la República en el exilio, Manuel Martínez Feduchy, a la derecha, entrega la sede diplomática al encargado de negocios de España, en 1977. / efe

Una mañana de enero de 1977, el presidente de México, José López Portillo, me manifestó su firme decisión de reestablecer relaciones diplomáticas con España. Yo desempeñaba entonces la subsecretaria de Gobernación en el recién inaugurado Gobierno.

Entre los años 1974 y 1976, integrante como era del Comité Ejecutivo Nacional del PRI, me había ocupado, por encargo de Jesús Reyes Heroles, presidente del partido, de mantener y desarrollar relaciones políticas con los principales dirigentes de la Junta Democrática de España organizada en París durante aquellos años. Sus principales líderes (Santiago Carrillo, José Vidal Beneyto, Rafael Calvo Serer, Raúl Morodo) viajaban por el mundo y explicaban cómo percibían y de qué manera podrían inducir el inevitable aunque dificultoso tránsito español hacia la democracia.


Vinieron a México varias veces. La última, en 1975, poco antes de la muerte de Franco, cuando López Portillo se encontraba en plena campaña electoral. Nacía entonces una estrecha relación política entre el PRI y la Junta Democrática, concebida esta última, quizá, como primera semilla de lo que meses después supondría el complejo proceso de la transición española hacia la democracia.

De manera paralela fui conducto para establecer, también en París, un mecanismo permanente de comunicación política entre México y el último Gobierno de la República española en el exilio. Por esa razón, el jefe del Estado mexicano me ordenó que hablara con el presidente del Gobierno español en el exilio, José Maldonado, con el fin de examinar la posibilidad de encontrar fórmulas jurídicas y políticas adecuadas que permitieran a México y a España reanudar sus relaciones diplomáticas.

México las mantenía incólumes con el Gobierno republicano español en el exilio. La Unión Soviética y la Yugoslavia de Tito, países durante muchos años amigos de la República Española, ya tenían hace tiempo sus embajadores respectivos en Madrid.


México era el único país que se mantuvo fiel a la legitimidad representada por esos ilustres exiliados que hasta el último día de sus vidas estuvieron convencidos de los valores éticos y políticos inherentes a los principios jurídicos de la República vencida por una sublevación que desencadenó la devastadora Guerra Civil.

El presidente mexicano —discípulo y amigo del ilustre jurista republicano español Manuel Pedroso en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México— consideraba imprescindible inaugurar las relaciones diplomáticas con la nueva España apenas iniciada su vida democrática, pero, por otro lado, no quería romper con el Gobierno de la República Española en el exilio.

Habían transcurrido casi cuarenta años de solidaridad y afinidad política con quienes perdieron la guerra y era preciso hallar una fórmula indolora capaz de facilitar a México la inauguración de relaciones con la naciente democracia sin herir el decoro y la dignidad de los republicanos.

“Viaja a París", me dijo el jefe del Estado, "y recuérdales a nuestros queridos amigos que, durante cuatro décadas ininterrumpidas, México guardó fidelidad absoluta a la legitimidad representada por ellos al amparo de una convicción radical, condensada en la célebre frase del presidente mexicano Adolfo López Mateos, repetida por él cada vez que la prensa nacional o internacional le inquiría en torno al momento en que consideraría oportuna la reanudación de relaciones entre ambos países: ‘Con España todo, con Franco nada’. Diles eso. Lo entenderán muy bien...”.

Se trataba de crear condiciones idóneas para llegar a un acuerdo político fraternal capaz de relevar a México de su compromiso histórico con los republicanos. Un acuerdo según el cual México, muerto Franco, quedara en libertad de construir una nueva relación con la España ya gobernada entonces por Adolfo Suárez en las vísperas del Congreso Constituyente cuya tarea abriría el camino de la compleja transición en puerta.

Durante varios días, durante muchas horas, conversé con integrantes del Gobierno republicano en el exilio. Ellos comprendían las razones mexicanas y no representarían ningún obstáculo. “Hacia México solo tenemos sentimientos de gratitud y de amor”, me dijo el presidente José Maldonado en presencia de Fernando Valera, José Giral y varios ministros de su Gobierno.

López Portillo los invitó a venir a México. Regresé a París a recogerlos. Viajamos juntos y no me despegué de ellos hasta el momento estremecedor del discurso en el que, al cabo de una cena de gala ofrecida en su honor en la residencia oficial de Los Pinos, el presidente Maldonado, con la voz entrecortada por la emoción, con su inconfundible acento asturiano, agradecía a los mexicanos su apoyo permanente y su solidaridad invariable con la legitimidad republicana a lo largo de ocho lustros.

Semanas después, el último Gobierno republicano español declaraba por sí y ante sí: “Las instituciones de la República en el exilio ponen término a la misión histórica que se habían impuesto. Quienes las han mantenido hasta hoy se sienten satisfechos porque tienen la convicción de haber cumplido con su deber”. 


*Rodolfo Echeverría fue embajador de México en España entre 1994 y 1998.



Un hogar para el exilio

El País
Jorge F. Hernández
20 de julio de 2014

La historiadora Dolores Pla en México. / Gregorio Cortes (secretaría de Cultura)

Ronda la amnesia cuando al paso del tiempo decrece el número de testigos, descendientes y beneficiarios del exilio español que llegó a México hace exactamente 75 años. Se percibe un incómodo silencio y una necia neblina de olvido cuando se ha vuelto común escuchar al vuelo que alguien declara su hartazgo o incluso aburrimiento ante cualesquier retazo o remanente de lo que fue el horror del polvo y de la pólvora, los muertos y los abusos de todos los bandos, la confusión de banderas y la tarantela hipnótica de los himnos, no sólo durante eso que llamamos la Guerra Civil, sino también cuando evocamos a los miles de refugiados que se transterraron y resucitaron en México para honra de tantos campos donde florecieron. Es obligación de conciencia apuntalar entonces —de diario, de obra y sin omisión— lo que podríamos llamar el hogar para el exilio: hablo de la memoria que está en las caras arrugadas de los que aún viven para contarlo y en las páginas que parecen amarillear con la ira superada, las lágrimas disecadas y la dignidad intacta del perdón. Hablo de que el hogar de nuestros exilios es la casa donde se sembraron los nombres de los ancestros, así como de los anónimos y las vidas truncadas de quienes jamás imaginaron que sus hechos y sus palabras hallarían eco lejos de las trincheras de Belchite, los gritos o las bombas en las ciudades, las horas que memorizó el Ebro o los escombros del Alcázar en Toledo.

Entre muchas charlas y libros, debo a Antonio Saborit el privilegio de haber conocido a Dolores Pla Brugat. Dirán con justicia las enciclopedias y los memoriales que la doctora Pla Brugat fue una destacada historiadora, investigadora notable del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México y creadora allí mismo del Seminario especializado en los extranjeros de México. Consta que recientemente fue la investigadora responsable y ejerció la curaduría de la exposición El exilio español en la Ciudad de México, que aún hoy se puede recorrer, y se añadirá que fue directora del proyecto Historia oral de los refugiados españoles y autora de Los niños de Morelia: un estudio sobre los primeros refugiados españoles en México; Els exiliats catalans: un estudio de la emigración republicana española en México y del bello libro El aroma del recuerdo. Narraciones de españoles republicanos refugiados en México. Lamentablemente, los memoriales y las enciclopedias han de añadir que Dolores Pla Brugat falleció el pasado 13 de julio en Barcelona a la edad de 60 años.

A mí me toca contar con dolorosa gratitud que Lola Pla me ayudó a desenmarañar no pocos laberintos de la vida de Patricio Redondo, un maestro del exilio español que vino a México a plantar el sueño de una escuela en medio de la selva tabacalera de Veracruz, tal como haría en la Ciudad de México su mejor amigo, José de Tapia, con la escuela Bartolomé Cosío que continúa floreciendo en Tlalpan. Gracias a Saborit, Lola Pla Brugat publicó el breve pero indispensable libro Ya aquí terminó todo, libro verde como leña de hoguera donde Pla Brugat dio voz a una veintena de voces sobrevivientes, la casa de la memoria andante de 20 testimonios vivos, desgarradores y al mismo tiempo ingeniosos, conmovedores, llenos de esperanza, acompañados por un luminoso prólogo donde Pla Brugat no sólo condensa con inteligencia los motivos del exilio, los enredos de la Guerra Civil y los horrores de tanta confusión bombardeada, sino el clima político e ideológico que marcó a la II Republica en los años precedentes.

Me honra recordar y vuelvo a llorar al escribir estas líneas, pues tanto Lola Pla como Antonio Saborit me pidieron presentar ese libro en la Casa Refugio Citlaltépetl que dirige como anfitrión intachable Philippe Ollé-Laprune. En esa casa que sirve de hospedaje a todo escritor que sea perseguido en su país de origen por tinta de verdad que se contraponga a cualesquier velo de censura, Dolores Pla Brugat llenó la sala y el antecomedor, el hall de la entrada y parte del patio con motivo de aquel libro donde línea a línea —para orgullo y gratitud de México— una veintena de voces rompen silencios y narran todos los impensables avatares y las huellas de desgracia en el camino que recorrieron para cruzar la frontera de Cataluña con Francia, al filo de que cayera Barcelona. Sabemos de la sombra del poeta inmenso que iba tirando papelitos con versos sueltos por el camino y hemos visto las imágenes de tantos niños con las caras que reconocemos hoy día en rostros infantiles de la franja de Gaza o los ancianos envueltos en mantas y piojos sin saber que su destino sería quizá el campo de concentración de púas y mar que se llamó Argelés-sur-Mer. Sabemos de los decretos y las fechas, las cifras y los anales de la historia, pero Pla Brugat construyó la casa de la memoria que precisaba la mejor arquitectura del pretérito: la de los planos que llamamos microhistoria, donde los sin voz adquieren nombre y biografía, donde los hechos minúsculos y a menudo inadvertidos son leídos con la misma importancia que le damos al bronce de las estatuas y el mármol de la Historia con mayúscula.

Al presentar el libro, intenté resumir en unas cuartillas que luchaban por no ser aburridas mi admiración por la historiadora Pla Brugat, elogios a la edición y sincronía con cada párrafo del prólogo más que ilustrativo que sirve como dintel para empezar a entender toda una época que no debemos olvidar todos. Sin embargo, llegó el punto en que no hallaba ya más palabras y se me ocurrió mejor leer en voz alta los nombres de los 21 autores de los testimonios reunidos por Dolores Pla en su libro. Sin proponérmelo, tomaba lista a quienes creía fantasmas del pasado, cuando por el filo de la mirada noté que algunos asistentes de la concurrida audiencia se ponían de pie. Creyendo que había logrado aburrirlos al grado de acelerar su salida, alcé la vista para descubrir que —uno a uno— quienes se ponían en pie ¡eran precisamente los hombres y mujeres cuyos nombres seguí leyendo! Y los leí más de una vez —uno a uno— ya con la voz entrecortada. Estaban allí, de pie con la memoria intacta, en medio de los aplausos de sus familiares ya mexicanos, del público en general y de la autora que había apuntalado la casa de su memoria, allí mismo en la casa refugio de los testimonios y recuerdos que no merecen amnesia.


Me pongo de pie y escribo en voz alta, con la garganta hecha nudo, el nombre de Dolores Pla Brugat, una entrañable historiadora, incansable constructora de la casa para el exilio que es la memoria que debemos contagiarnos para no olvidar el pretérito en blanco y negro, tanto como no desdeñar los horrores que se escuchan en el paisaje de Palestina, los miles de niños que habitan el limbo en la frontera con Estados Unidos, los ancianos desamparados en cualquier desahucio o los miles de brasileños desengañados con los placebos y utopías de un Mundial que se vuelve ahora olímpico. Que la casa que se vuelve hogar para cualquier exilio es la memoria que se cultiva con el amoroso empeño de abatir los olvidos, consignar todos los hechos que constan, delineando el rostro de los anónimos y dando la palabra a todos los que cuentan, porque todos cuentan. Ese es el ejemplo de Dolores Pla Brugat y yo no pienso olvidarla jamás.


La herencia de la República

El País
Jordi Soler
20 de julio de 2014

Los exiliados españoles pudieron desarrollar en México su proyecto humanitario y modernizador


Llegada a Veracruz de un grupo de pasajeros del 'Sinaia' tras la Guerra Civil. Reproducida del libro 'Sinaia'.
Durante los primeros meses de la Guerra Civil, Daniel Cosío Villegas, que era entonces el encargado de Negocios de la embajada de México en Portugal, observó que en medio del caos que se había adueñado de España, había un valioso grupo de intelectuales que se había quedado sin medios para desempeñar su quehacer. Antes de la guerra, el Gobierno de Manuel Azaña había empezado a implementar una ofensiva humanística que buscaba situar a España en un nivel de desarrollo, científico y cultural, que le permitiera integrarse, de manera cabal, a Europa. La Reforma Educativa, inspirada en la Institución Libre de Enseñanza, que había emprendido la II República, ya era notoria en 1937; había una legión de maestros, muy preparados y con una nueva sensibilidad, que trabajaba para elevar el nivel de los alumnos españoles, y lo mismo pasaba en otros campos, había una serie de publicaciones, científicas y literarias, que reflejaban el empeño republicano de construir un país mejor. Había en España, para decirlo pronto, evidencias de un renacimiento cultural. Todo este panorama lo observaba Daniel Cosío Villegas desde Portugal, y cuando empezó la guerra, y vio que de prosperar el golpe militar aquel empeño iba a desvanecerse, pensó que México tendría que ofrecer ayuda a los intelectuales españoles, ofrecerles un asilo temporal en lo que terminaba la guerra, una casa donde pudieran dar clase, escribir, continuar con sus investigaciones porque al ayudarlos, y aquí es donde la lucidez de Cosío brilla de manera especial, México se beneficiaría enormemente de sus conocimientos y de su cultura, pues era entonces un país que batallaba todavía contra los fantasmas de la Revolución Mexicana.

Así fue como en 1938, en plena Guerra Civil, un grupo de intelectuales españoles se instaló en una institución, creada especialmente para ellos, de nombre La Casa de España, con el apoyo del presidente Lázaro Cárdenas y bajo el aura intelectual de Alfonso Reyes. Un año después los republicanos perdieron la guerra y su proyecto humanístico fue arrasado por la brutalidad militar del General Franco.

En 1939 casi medio millón de españoles huyeron a Francia y fueron internados en una serie de campos de concentración que hoy constituyen una de las páginas más oscuras de la historia francesa. Lázaro Cárdenas, que era un hombre convencido de que a los exiliados había que tenderles la mano, desplegó en Francia un operativo diplomático para rescatar a los republicanos que se habían quedado sin país; ya no se trataba solo de un proyecto para rescatar intelectuales, sino de una operación masiva de la que podía beneficiarse cualquier español que deseara reinventar su vida en México. De manera que el Gobierno mexicano, en ese operativo que ha quedado como uno de los episodios más emocionantes de la diplomacia internacional, fletó una serie de barcos que se llevaron, entre 1939 y 1942, a 25.000 españoles a México. El primero de aquellos barcos, el Sinaia, llegó a Veracruz hace, precisamente, 75 años.

En cuanto terminó la guerra, La casa de España, que había recibido un año antes a los intelectuales de la República, cambió su nombre a El Colegio de México, esa entrañable institución que sigue, hasta hoy, enriqueciendo al país. Pero la riqueza que aportó el exilio republicano a México no proviene solo de los intelectuales, los científicos y los artistas que ya tenían un nombre y un prestigio, y que pronto empezaron a nutrir las aulas de la UNAM y del Instituto Politécnico Nacional; o a colaborar en proyectos como el del Fondo de Cultura Económica, o a fundar editoriales como Era o Joaquín Mortiz. La verdad es que no hay espacio aquí para escribir los nombres de todos los exiliados ilustres que llegaron a México y se fueron integrando, algunos con más éxito que otros, en todos los campos y a todos los niveles, así que haré, sin más ánimo que dar una idea de lo que era aquella selecta multitud, un breve apunte testimonial, una corta e imprudente ráfaga: José Gaos, Joaquín Xirau, Indalecio Prieto, Remedios Varo, Eulalio Ferrer, Ignacio Bolivar, Emilio Prados, Luis Cernuda, Luis Buñuel, Leon Felipe, José Moreno Villa, Manuel Altolaguirre, Max Aub, Elvira Gascón y un largo, y sustancioso, etcétera.

Pero todo lo que aportó esta zona ilustre del exilio, como decía más arriba, es solo una parte de la riqueza que invirtió, de manera involuntaria, la República española en México; la otra parte, por cierto constituida por la gran mayoría, era una multitud de exiliados sin nombre, que se habían preparado para elevar el nivel de su país y que se veían de pronto, con todo ese conocimiento, en otro país que los invitaba a aplicarlo; porque el gobierno de Lázaro Cárdenas estaba precisamente en esa gesta, quería sacar a México del sopor revolucionario y orientarlo hacia la modernidad, por esto los exiliados, que eran lo mejor y lo más moderno de España, eran un elemento crucial de su proyecto.

Los exiliados no contemplaban regresar a España mientras el Gobierno golpista estuviera en el poder y esta condición, como ya empezaba a verse que las democracias del mundo no se movilizarían a favor del Gobierno legítimo de la República, los hacía ver a México como un país en el que permanecerían algunos años, y a la oportunidad que les había brindado el General Cárdenas como el inicio de una nueva vida, que no sería demasiado larga, porque en cuanto se fuera el dictador podrían regresar a España. Ninguno imaginaba, desde luego, que a Franco le quedaban, en ese año de 1939, treinta y seis años en el poder, ni que la mayoría, después de ese tiempo tan largo, ya ni siquiera se plantearía regresar, porque ya serían más mexicanos que españoles.


México fue el único país del mundo que, en 1937, en la sede de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, defendió el Gobierno legítimo de Manuel Azaña, y condenó el golpe de Estado de Franco y la intervención de Alemania e Italia en la Guerra Civil, ante el silencio y la pasividad del resto de los países que optaron por mirar hacia otro lado. Desde entonces México rompió relaciones diplomáticas con el Gobierno español y mantuvo su posición, su rechazo a la dictadura, hasta 1977, cuando el general Franco llevaba más de un año muerto.


En 1939, cuando empezaron a llegar a Veracruz los barcos cargados de exiliados republicanos, México era un país enorme donde había solo 18 millones de habitantes (hoy hay casi 120 millones) y todo estaba por hacerse; el presidente Lázaro Cárdenas acababa de expropiar la industria petrolera e implementaba una serie de políticas sociales que intentaban sacar a México del atraso en que se encontraba, modernizarlo y abrirlo al mundo. Un poco antes de que llegaran los republicanos, hubo un episodio que ilustra la vocación cosmopolita que tenía aquel Gobierno, la idea de que el asilo político, el acoger personas que venían de otros países, enriquecería a la sociedad mexicana. En 1936 el presidente Lázaro Cárdenas dio asilo a León Trotsky, el líder político ruso que llevaba años mudándose de un país a otro, buscando un sitio donde establecerse. Trotsky llegó a la ciudad de México, como huésped de la Casa Azul de Frida Kahlo y Diego Rivera, era un político perseguido del que ningún Gobierno quería hacerse cargo y, mientras llegaba el desenlace trágico que lo esperaba en su nuevo exilio, se convirtió, junto con sus anfitriones, en un polo de atracción que convocaba todo tipo de fuerzas políticas y culturales, tanto que el poeta francés André Breton, que también fue huésped de esa casa en esa misma época, identificó que México era un país donde, en aquel año de 1938, reinaba cierto "clima mental". Cuento esto porque me parece que en esos años había en México, efectivamente, un clima mental que permitió que los exiliados pudieran rehacer su vida. Dentro del proyecto de modernización del General Cárdenas los republicanos eran una pieza fundamental; visto a la distancia, desde el siglo XXI, para México era crucial tener una inmigración como aquella. Desde la distancia todo parece lógico y elemental, pero lo cierto es que el Gobierno mexicano tuvo que hacer un esfuerzo importante para rescatar a esos 25.000 republicanos, y para ayudarlos a situarse una vez que llegaron al país. Sin la visión que tenían del exilio Cárdenas y sus diplomáticos, sin ese idealismo, sin ese clima mental que detectó el poeta francés, México le hubiera dado la espalda a los republicanos, como lo hicieron el resto de los países.

Mientras André Bretón contaba en Francia de ese clima que había encontrado en México, los republicanos españoles, esa multitud de exiliados sin nombre, desembarcaban en Veracruz, y se encontraban con ese país donde podían ejercer sus oficios y aplicar sus conocimientos. Sinaia, Ipanema, Mexique, eran los nombres de los barcos, que hoy tienen un eco mitológico, de donde bajaban médicos, ingenieros, arquitectos, maestros de escuela, químicos y farmacéuticos, pero también campesinos y gente sin ninguna preparación. Ahí mismo, en el puerto, eran recibidos por voluntarios, y destinados a las zonas del país donde eran más útiles y así, de golpe, comenzaron a llegar a las ciudades y a los pueblos de México, a enriquecerlos, todos esos españoles que se habían quedado sin casa.

Buena parte de ese gran proyecto de la República, que la Guerra Civil expulsó de España hace 75 años, fue heredado por México: no se perdió, cambió de país, en lugar de desvanecerse. Esto es, precisamente, lo que hay que celebrar.


Muere Dolores Plá, relatora del exilio español en México


El País
14 de julio de 2014
Verónica Calderón
México

La historiadora era una de las mayores especialistas de la contribución republicana al país latinoamericano

La historiadora Dolores Plá. INAH


En Morelia, a unos 300 kilómetros al oeste de la capital de México, hay un pequeño restaurante especializado en paellas que se llama Casa Payá. Lo fundó Emeterio Payá, un hombre que nació en Barcelona en 1928 y murió en la capital michoacana en 2003. Era uno de los 456 niños españoles que llegaron a México en el buque francés Mexique que llegó a Veracruz en 1937, y huía de la Guerra Civil. Era catalán, como Dolores Plá Brugat (Girona, 1954), quien contó su historia y la de tantos otros en Los Niños de Morelia. Un estudio sobre los primeros refugiados españoles en México (1985). Plá murió el domingo en Barcelona. Tenía 60 años.

Plá Brugat se especializó en la recolección de testimonios para reconstruir el relato de los miles de exiliados de la Guerra Civil. Desde 1980 era investigadora de la dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y ahí fundó un seminario especializado en los extranjeros en México. También contribuyó al Archivo de la Palabra, un programa de historia oral pionero en México.

Era una de las mayores especialistas del exilio español que eligió el país azteca como su refugio. Entre sus libros se cuentan Els exiliats catalans. Un estudio de la emigración republicana española en México; Ya aquí terminó todo. Testimonios de la guerra civil española y El aroma del recuerdo. Narraciones de españoles republicanos refugiados en México.

La muerte de Plá, repentina, cayó como un balde de agua fría entre las autoridades culturales en México. Rafael Tovar y de Teresa, presidente del Consejo Nacional de Cultura y las Artes (Conaculta, el equivalente al Ministerio de Cultura en otros países), expresó su sorpresa en su perfil en Twitter: “Hace unas semanas junto a la brillante historiadora Dolores Plá inauguró la muestra El exilio español en la #CDMX [Ciudad de México], hoy lamentamos su deceso”.

La citada exposición abrió en la capital mexicana el 1 de julio y recoge la historia de 20.000 españoles que llegaron a este país entre 1939 y 1942. Son libros, objetos, fotografías que cuentan la vida de quienes lo dejaron todo para buscarse un futuro a miles de kilómetros de donde habían nacido. Algunos fueron médicos, otros profesores, se convirtieron en empresarios o fundaron editoriales. Otros, como Payá, montaron restaurantes especializados en auténticas paellas.

Al inaugurar la muestra en el Distrito Federal, hace apenas unos quince días, la historiadora dijo: “Nos interesó dejar claro que era la historia de un colectivo no solo de unas cuantas personas cuyos nombres pueden ser familiares para uno, sino que el exilio fue una historia colectiva a partir de una diversidad de gente que se vinculó de muy diferentes maneras con México”.