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Del Río de la Plata a la Argentina

Especial Bicentenario
Los nombres de América
El País
JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE

A partir de 1810, en algunos casos los nuevos Estados independientes de Hispanoamérica adoptaron nombres inventados: Argentina, Bolivia y Colombia lo ejemplifican. En otros, como Perú y Chile, Siguieron vigentes nombres de larga trayectoria colonial. En todos ellos, el proceso de nombrar naciones fue complejo. En el siguiente artículo, el destacado y prolífico historiador de la Universidad de Buenos Aires José Carlos Chiaramonte explica la sorprendente historia de los diversos nombres oficiales de Argentina durante la primera mitad del siglo XIX.

"Las denominaciones adoptadas sucesivamente desde 1810 hasta el presente, a saber: Provincias Unidas del Río de la Plata, República Argentina y Confederación Argentina, serán en adelante nombres oficiales indistintamente para la designación del Gobierno y territorio de las provincias, empleándose las palabras Nación Argentina en la formación y sanción de las leyes". Este artículo aún vigente de la actual Constitución de la República Argentina refleja la accidentada vida política del Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX.

Hacia 1810, y durante mucho tiempo después, el término "argentino" designaba solo a los habitantes de Buenos Aires, si bien ya cerca de 1830 comenzó a usarse para denominar a la mayoría de las entidades que hasta entonces respondían a la inicial denominación de "Provincias Unidas del Río de la Plata". Esta realidad fue olvidada por la historiografía latinoamericana, pese a los innumerables testimonios de los documentos de época, como consecuencia de la "invención" de lo que hemos llamado "el mito de los orígenes", un mito conformado en los moldes del historicismo romántico y de su generalizado uso del concepto de nacionalidad.

Durante las dos primeras décadas de vida independiente, la denominación predominante del país, real o imaginario, había sido la de "Provincias Unidas del Río de la Plata". Ella se componía de dos núcleos: el de "Provincias Unidas" y el de "Río de la Plata". El primero fue más constante, mientras que el segundo desaparece en la fracasada Constitución de 1819, la que adoptaba el nombre de "Provincias Unidas en Sud América" que reflejaba la incertidumbre sobre los límites de la nueva nación. "Provincias Unidas" poseía una innegable reminiscencia de la independencia de los Países Bajos y reflejaba también una similar calidad soberana de las ciudades, luego "provincias", rioplatenses. Consiguientemente, traducía la calidad confederal del vínculo que unía a las ciudades soberanas y a los Estados soberanos que con el nombre de provincias las sucedieron alrededor de 1820.

El fracaso de la Constitución de 1826

Solo a partir de que en Buenos Aires, después del fracaso de la Constitución de 1826, se tomó conciencia de la imposibilidad de imponer su hegemonía en el territorio del ex Virreinato -tendencia que se había expresado fundamentalmente mediante soluciones centralistas-, y ante el riesgo de ser avasallada por las demás provincias-estados, aquella denominación sería relegada a un segundo plano. Ella fue reemplazada por otra que reflejaba el hecho de que Buenos Aires, de haber sido la principal sostenedora de un Estado unitario, pasaba a convertirse en la campeona de la unión confederal. Tras el Pacto Federal de 1831, el Gobierno de Buenos Aires impuso en su territorio, y difundió en el resto del Río de la Plata, la expresión "Confederación Argentina", que subrayaba el tipo de relación ahora preferido en Buenos Aires como salvaguarda de su autonomía soberana. Tradicionalmente, se ha considerado ese nombre como una expresión del "federalismo" argentino, errada interpretación tras la que se confunde la naturaleza del Estado federal, surgido en Argentina en 1853, con la de las confederaciones que, por definición, consisten en una unión de Estados soberanos e independientes. Pero la adopción de "Confederación Argentina" en la Constitución de 1853 reavivó fuertemente el debate sobre el nombre del país. De hecho, constituía una patente incongruencia en un texto constitucional que implicaba la definitiva desaparición del sistema confederal y su reemplazo por un Estado federal.

A partir de 1853, la indefinida cuestión del nombre del nuevo país había sufrido una modificación sustancial que la convertía en reflejo del irresuelto problema de la forma de Gobierno. Es decir, de constituir una discordia derivada de la asociación del nombre "Argentina" a una de las partes, Buenos Aires, o, casi contemporáneamente, de una querella en torno a la conveniencia o no de abandonar una expresión, "Provincias Unidas del Río de la Plata", que tenía el mérito de haber sido la primera, se pasaba ahora a vincularla a la disputa en torno a la organización política, si federal o confederal. En otras palabras, el antiguo litigio sobre cuál debía ser el nombre del nuevo país adquiría una dimensión que trascendía el nivel emotivo para convertirse en una expresión de la controversia sobre la forma de organización política argentina.

En 1853, las fuerzas que derrotaron al ex gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas impusieron la denominación "Confederación Argentina". Pero los enemigos de ese nombre lo rechazaban por su contaminación con el régimen anterior. Ellos predominaban en Buenos Aires, y en 1860, al ser obligada Buenos Aires a ingresar al nuevo país, del que había estado separada desde 1852, proponían para las proyectadas reformas de la constituyente de ese año el antiguo nombre de "Provincias Unidas del Río de la Plata". Algunos, como Sarmiento, lo rechazaban también por incluir la palabra "Confederación", incongruente con la naturaleza del nuevo Estado federal.

Sin embargo, finalmente, ante la conveniencia de no exacerbar las rivalidades políticas subsistentes, se llegó al conciliador y sorprendente acuerdo de ese artículo, que todavía rige, aunque en la práctica se impuso paulatinamente la expresión "República Argentina".

El Bicentenario (1810-2010)

Las invenciones de los nombres de las naciones latinoamericanas
Especial Bicentenario
El País
JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE / CARLOS MARICHAL / AIMER GRANADOS

Con el bicentenario (1810-2010) se recuerda y celebra la independencia de las naciones de Hispanoamérica. El complejo y, en muchos casos, desgarrador proceso de separación de la monarquía española implicó no solo guerras y revoluciones políticas, sino también un esfuerzo por renombrar cada uno de los nacientes países independientes. En la siguiente serie de artículos preparados especialmente para
EL PAÍS, destacados historiadores analizan los orígenes coloniales o republicanos de los nombres de las naciones latinoamericanas, tarea que ha sido materia de algunos trabajos aislados, pero rara vez analizado en colectivo y de manera contrastada.

La adopción de un nombre para cada uno de los Estados nacionales desprendidos de la corona española y portuguesa dependió de la forma de gobierno que adoptara cada uno de ellos, de la plena delimitación de sus fronteras y de las formas de identidad política. En relación con la forma de gobierno se puede afirmar que las disputas entre federalistas y centralistas, o monárquicos contra republicanos, no resolvieron de la misma forma la arquitectura de los Estados, aún cuando se produjo una tendencia hacia la consolidación de Estados centralizados.

En algunos casos, los límites territoriales de las nuevas naciones, al menos en la primera década de la postindependencia, no estuvieron claros. Un ejemplo de esta situación lo proporciona la historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, de las cuales prontamente se segregaron las repúblicas independientes de Argentina, Paraguay y Uruguay; o el caso del surgimiento en 1823 de la breve República Federal de Centro América que luego dio paso a la formación de los Estados nacionales de Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala. Enteramente diversos fueron los procesos de independencia de otros países de esta vasta región, como se podrá observar en la lectura de los respectivos trabajos incluidos en este volumen. También- ¡y cómo no!- se ofrece en esta serie un estudio de la singular historia del nombre de Haití, la primera nación que obtuvo su independencia en Latinoamérica; y otro sobre Brasil, país que no tuvo que experimentar guerras sangrientas para alcanzar su independencia y encontró un camino singular para separarse de Portugal.

Un libro donde los cañones disparan monedas de oro

Por William Ospina
El Espectador (Colombia)
Especial Bicentenario


GIBBON DECÍA QUE LO PATÉTICO DE la historia está en los detalles; Marcel Schwob, que el arte se opone a las ideas generales, que sólo describe lo individual y sólo desea lo que es único.

Los historiadores nos cuentan que un jinete cabalgó a galope suelto de una ciudad a otra, pero no siempre nos dicen cuántas veces relinchó el caballo por el camino o en qué momento el cielo se encapotó y la lluvia mojó las capas de los viajeros. Gonzalo España nos propone un ejercicio interesante: abandonar por momentos la panorámica y detenernos en los detalles del cuadro. En este libro, 111 historias claves de la Independencia, nos asoma a los hechos de hace doscientos años, pero no para ver la tempestad general, los movimientos masivos de los ejércitos, sino para vigilar o descubrir detalles de la historia.

Nos brinda una idea más clara de cómo la insurrección estaba en el clima de la época, saber que por lo menos diez de los maestros de Francisco de Paula Santander fueron fusilados por rebeldía, o descubrir que en aquel tiempo había por todas partes una vasta fiebre de tertulias que lo discutían todo. De tal modo soplaban vientos nuevos, que un prelado de Quito, el obispo José Pérez de Calama, fervoroso de la libertad y de la necesidad de cambiar las costumbres, llegó a proponer que se abrieran las puertas de las universidades para que pudiera asistir a ellas todo el mundo. No me parece una mala idea para estos tiempos nuestros, en los que no se sabe qué es más asombroso, si la cantidad de universidades que existen o la dificultad para acceder a ellas.

No sólo las ideas francesas circulaban por todas partes, también una nueva sensibilidad llegaba a través de los sueños y los versos. A mí me ha conmovido descubrir en estas páginas, en un rincón de una tertulia santafereña, a José María Salazar traduciendo los versos de Boileau. Quise soñar enseguida que el verso que estaba traduciendo en el momento en que lo imaginé era ese que le gustaba tanto a Borges, y que describe como ningún otro la perplejidad del paso del tiempo: Ce moment ou je parle est deja loin de moi (Este instante en que hablo ya está lejos de mí).

El autor cuenta a veces cosas cargadas de ironía. A un cura que se había hecho rebelde, y que había cometido muchos crímenes, se le prohibió un día que administrara la eucaristía porque tenía las manos manchadas de sangre. Para poder continuar con sus funciones sagradas, tomó la decisión en adelante de no degollar a los prisioneros sino de ordenar que los arrojaran al río con las manos atadas. Eso sí que es respeto por las ceremonias.

¿Y quién sabía que una de las causas de que se emprendieran bajo decreto real las Expediciones Botánicas en nuestra América fue el hallazgo inexplicable de los huesos de un gigante? Eran, en realidad, aunque ellos no podían saberlo, los restos de un Megatherium americanum, pero el interés por encontrar gigantes, que había sido fiebre del XVI, renació así en pleno siglo XVIII y retornó al continente la búsqueda de prodigios. Pero lo que encontraron finalmente esas expediciones fue otra cosa gigante: las ideas ilustradas que engendraron la revolución.

Una revolución que no siempre se preparaba en grandes hechos visibles, que a veces se agazapaba en pequeños documentos, como esa carta ardiente y solitaria del peruano Juan Pablo Viscardo de Guzmán, escrita hacia 1780, que después se llamó “El discurso de la usurpación”, y que influyó de un modo también solitario sobre otro documento, “La carta de un americano a un español”, del mexicano Servando Teresa de Mier. Ésta cayó en manos de Bolívar, y fue uno de los documentos inspiradores de la “Carta de Jamaica”. Tienen razón los gendarmes en desconfiar de los papeles; y esto me hace recordar al poeta Henrich Heine, quien al cruzar la frontera entre Francia y Alemania se burlaba de los soldados que requisaron su equipaje buscando armas. “Qué tontos, se dijo, las armas más peligrosas yo las llevaba en la cabeza”.

Sabíamos que Miranda tuvo en su abrazo a Catalina de Rusia, pero ignorábamos que los colores de la bandera rusa, que a veces en las fotografías desvanecidas confundimos con la bandera colombiana, pudieron influir a la hora en que Miranda diseñó nuestra bandera. El libro abunda en detalles interesantes y esclarecedores. Hay momentos tremendos que por sí solos ayudan a entender la indignación que produjo la dominación española y el odio que iba incubando en los patriotas: ver, por ejemplo, las cabezas de Hidalgo y sus rebeldes, exhibidas en jaulas, por años, sobre las cabezas de la multitud.

Todos sabemos que Bolívar se salvó por azar en Jamaica de ser asesinado por su esclavo Pío, que lo había acompañado diez años y un día resolvió asesinarlo. Unos le atribuyen su salvación a una tempestad que se abatió aquel día sobre Kingston; García Márquez sostiene que fue la bella Miranda Lindsay quien salvó a Bolívar gracias a una estratagema tentadora y callada; Gonzalo España sugiere aquí que fue el amor ardiente y activo de Julia Cobier lo que impidió que Bolívar llegara a la hamaca fatal. La polémica sigue viva.

Quiero destacar finalmente una historia notable. Un barco portugués se quedó sin munición en un combate con piratas: El capitán ordenó que se cargaran los cañones con las monedas de oro que llevaban en los cofres, y ráfagas de monedas de oro derrotaron al enemigo. No bastó ese combate para la memoria y el desenlace es aún más vistoso: el médico del barco tuvo que trabajar semanas enteras extrayendo las monedas de los cuerpos de los muertos y de los maderos acribillados de la cubierta.