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Doscientos años

Especial Bicentenario
El Espectador (Colombia)

Santiago Montenegro

EDMUND BURKE ESCRIBIÓ QUE LA sociedad es un contrato social, pero no sólo un contrato entre los vivos, sino entre los vivos y los que ya están muertos, y también entre los vivos y los que aún no han nacido.

Cuando conmemoramos dos siglos del grito de Independencia, tenemos una oportunidad para reflexionar sobre ese contrato social con los que ya no están con nosotros. Tenemos que hacer un esfuerzo por saber si el país que hoy tenemos responde a las promesas, esperanzas y sueños de nuestros mayores. En ese balance histórico hay muchos pasivos, promesas incumplidas, errores y zozobras que han mermado nuestro patrimonio, pero también hay muchos activos que tenemos que resaltar y sobre los cuales los colombianos podemos sentirnos muy orgullosos. En estos largos años, Colombia tuvo un avance material e institucional importante, pero, si se me diera a escoger, yo resaltaría la gran estabilidad institucional, pese a todas sus deficiencias, como uno de nuestras grandes logros. Si algo tenemos que mostrar en el concierto de naciones durante este largo período es el hecho de que, casi todo el tiempo, Colombia tuvo gobiernos civilistas, que fueron elegidos en procesos electorales y que hicieron un uso limitado del poder. A diferencia de la mayoría de los países de la región, el nuestro evitó los caudillismos y las dictaduras militares, rechazó el populismo y consolidó una importantísima tradición jurídica.

Así, desde el comienzo de nuestra nacionalidad, la mayoría de los colombianos tendimos a respetar esas instituciones y a operar con esas reglas de juego. Por eso, debemos recordar y mirar con respeto a los fundadores de la república, a grandes presidentes y conductores, a jueces y letrados, a quienes sufrieron el martirio en su lucha por una Colombia mejor. Pero no debemos olvidar al pueblo anónimo que, en momentos o de bonanzas o de crisis, no se dejó enceguecer por las dádivas o por la cólera, ni corrió detrás de vendedores de pomadas milagrosas y, por el contrario, escogió el camino de las urnas para escoger a sus gobernantes. En esta fecha debemos recordar a millones de seres anónimos y humildes, quienes, con su trabajo y esfuerzo, marcharon y lucharon en las guerras de Independencia, luego abrieron caminos, labraron el campo, levantaron fábricas, y, por encima de pasiones, odios y rencores, con sus movilizaciones y con sus votos eligieron congresos y presidentes y legitimaron nuestras instituciones. Son millones de héroes, no porque ganaron batallas militares o políticas o porque salieron en los titulares de los periódicos, sino porque tuvieron un comportamiento heroico. Todos los colombianos, sin excepción, tenemos antepasados así, pobres, que caminaron en alpargatas y quienes con indecibles esfuerzos levantaron una familia, educaron y sacaron adelante a sus hijos, trabajaron de sol a sol, siete días a la semana y para quienes ya viejos y cansados, como para el labrador de Bernárdez, la eternidad fue su primer domingo.

Como dijo uno de los grandes de nuestro país, lo más íntimo que poseemos y nos define, es también la conjunción de centenares —millones, diría yo— de muertos y de alientos evaporados. Por eso, cuando conmemoramos dos siglos del grito de Independencia recordamos al ex presidente Alberto Lleras cuando dijo que “no se puede construir una nación nueva, como si no tuviera cimientos y ruinas; y como si los padres no hubiesen existido, trabajado y sufrido sobre ella. Confiad en los que humildemente sienten el peso de los muertos y reconocen que tenemos que continuar”.

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