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El incómodo color de la memoria

Especial Bicentenario

Revista Arcadia (Colombia)

La de la raza en Colombia ha sido una guerra no declarada. Una historia de exclusión cuyo arco de tiempo no acaba. Un miedo de los blancos a reconocerse como iguales frente a otros. El historiador Javier Ortiz reconstruye una historia en la que el color de la piel ha definido el destino, y literalmente la vida o la muerte, para cientos de miles de colombianos.
Por: Javier Ortiz Cassiani
I. En 1801, a su paso por las tierras del virreinato de la Nueva Granada, el barón Alexander Von Humboldt –el faro que para ese entonces iluminaba a la élite intelectual criolla granadina– recordó que ninguna persona incapaz de ruborizarse era digna de confianza. Para el sabio prusiano, la penetración de la sangre en el sistema dérmico, “esa ligera mutación del color de la piel” común en los pueblos del “Cáucaso o raza europea”, era un signo inequívoco “de los movimientos del alma”. Entonces, “¿cómo confiar en los que no saben ruborizarse?", se preguntaba Humboldt, mientras alimentaba las ansias de poder y el inveterado sentimiento de superioridad de la élite blanca criolla del virreinato.

Veinte años más tarde, Simón Bolívar, sofocado por las batallas de independencia, escribía airadas cartas a Francisco de Paula Santander solicitándole el envío de tropas para la guerra. En los planes del libertador era un asunto apremiante que los hacendados y mineros del país sumaran sus esclavos negros a la causa independentista. En sus misivas, Bolívar le recordaba a Santander, y de paso a todo los miembros del patriciado criollo, que Colombia no estaba compuesta sólo por los civilizados “lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona”, sino sobre todo por los bogas negros del Magdalena, los “bandidos del Patía”, y por “las hordas salvajes de África y de América” que según él recorrían como gamos las soledades de Colombia.

El caraqueño, amargado por el recuerdo de la enconada guerra de razas que había vivido en Venezuela, era un absoluto convencido de que uno de los más eficientes mecanismos de control para la población negra y mulata era mandarlos a la guerra. Si en la declarada confrontación a muerte con los españoles sólo morían los blancos, peligraba el proyecto de construir una nación fuerte, ordenada y civilizada. “¿Dónde está el ejército de ocupación que nos ponga en orden? –bramaba en una de las mencionadas cartas– Guinea y más Guinea tendremos; y esto no lo digo de chanza, el que se escape con su cara blanca será bien afortunado”.

Pocos años después, él y sus aliados darían claras muestras del temor al protagonismo político de la población negra. El 2 de octubre de 1828, acusado de conspirar contra el gobierno de Simón Bolívar, el almirante mulato José Prudencio Padilla fue fusilado en la plaza de la Constitución de Bogotá. A Florentino González y Vicente Azuero, miembros de la élite política blanca del país y principales cabecillas de la llamada conspiración septembrina, se les cambió la pena de muerte por unos meses de cárcel; Luis Vargas Tejada, otro de los conspiradores, huyó y se refugió en una cueva cerca a Fusagasugá, para morir dos meses más tarde mientras intentaba cruzar un caudaloso río en los llanos orientales; al militar venezolano Pedro Carujo, declarado opositor de Bolívar y comandante del grupo que se tomó por asalto el Palacio de San Carlos, fue indultado y llevado a prisión. Entre tanto, Francisco de Paula Santander, el líder político de los opositores y principal responsable de la conspiración de acuerdo con el juicio, fue indultado y enviado al exilio en Europa. Tres años después, luego de un enriquecedor periplo por Alemania, Inglaterra, Francia, Italia, Suiza y Estados Unidos, en los que conocería a Goethe, Bentham y Schopenhauer, regresó para regir los destinos políticos del país y acrecentar su reputación de hombre de leyes. El cuerpo del héroe mulato de la batalla de Maracaibo que selló definitivamente la independencia de la Gran Colombia, hacía rato lo habían devorado los gusanos del olvido.

II. Consumada la independencia, en el territorio nacional el nuevo orden republicano no había resuelto el problema de la exclusión de la población negra. En la pluma de quienes durante el siglo XIX inventaron la historia oficial de la nación, la activa participación de los negros y mulatos sólo había servido para acrecentar el desorden y sacar de su buen cauce el proyecto independentista. Para estos intelectuales, los afrodescendientes habían empuñado las armas, dejado a familiares a su suerte, recorrido a pie y a caballo la agreste geografía nacional, sin ningún proyecto social en mente más que el de robar y saquear y por descontado, seducidos por la posibilidad de consumir libremente altas dosis de licor.

Franz Fanon dijo que la creación del “alma” negra es un artificio del hombre blanco. A lo largo de la historia la élite nacional con pretensiones de blancura fue moldeando la imagen de una población negra asociada a la barbarie, la lascivia y la falta de capacidades para asumir funciones de poder político. A pesar de las enconadas disputas entre liberales y conservadores en el siglo XIX, los intelectuales dirigentes de ambos partidos coincidieron en el hecho de que la población negra era un obstáculo para el proyecto modernizador y civilizador del país. En 1863 Florentino González, el indultado de la conspiración septembrina que le costó la vida al almirante Padilla, liberal doctrinario abanderado del reformismo liberal de mediados de siglo, escribió, con la tranquilidad facilitada por el sistema ideológico en boga, que a todas luces los africanos eran inferiores a los europeos. Se quejó amargamente puesto que abolida la esclavitud los negros ex esclavos volvían a su natural condición de “salvajes” parecida a la que llevaban en África. Para González, a pesar del contacto con los blancos, la población negra no había asimilado las cualidades de estos, de manera que no estaban capacitados para participar de una vida libre y civilizada y mucho menos para hacer parte de la administración pública nacional.

Quizá la solución la tenía otro dirigente nacional, quien preocupado por las consecuencias que traería la abolición de la esclavitud para el país, se le ocurrió la idea de acabar con la presencia negra en la nación a través del innovador recurso de reclutar prostitutas blancas y diseminarlas por las zonas de mayor población negra. Sacrificadas las prostitutas uniéndose con la población ex esclava, el país ganaría gracias al mestizaje resultante que iría “mejorando la raza” y suavizando el indecente y reprochable comportamiento de la población negra.

III. En ocasiones, durante la agitada vida política nacional del siglo XIX, los acontecimientos derivaban en una verdadera guerra de razas. Para mediados de siglo en el Cauca, grupos de hombres y mujeres, esclavos y libertos, se tomaban las haciendas reclamando tierras y en actos cargados de una impresionante fuerza simbólica agredían con látigos a sus antiguos amos.

En 1876 el abogado y congresista guajiro Luis Antonio Robles (“El negro” Robles), se defendía de los ataques de algunos de sus colegas en los salones de la Cámara de representantes quienes se sentían incómodos por la presencia de un negro en el recinto. Dos años más tarde el poeta negro momposino Candelario Obeso, en Bogotá, acosado por el desprecio y la pobreza, escribía unas líneas llenas de amargura y resignación: “Nací humilde y soy fuerte… Nací en un clima ardiente y el sol de mi patria se concentró en mi pecho… en mi lucha terrible con el mundo me dediqué al estudio y me apegué a la gloria. Mi haraposo vestido me alejó de las gentes. La terrible miseria en que he vivido, mi triste desamparo, la cutis de mi raza y de mi clima, rico en tantas grandezas, trajeron sobre mí tremendos desengaños… Soy pobre y nada temo”.

Varios años después, en 1932, Manuel Baena, un negro de Remedios (Antioquia) publicó una autobiografía novelada bajo el ilustrativo título Como se hace un negro ingeniero en Colombia. En el libro, Baena narra con detalles las dificultades que afrontó por su condición de negro y pobre en una sociedad como la antioqueña, en donde hacía tiempo estaba arraigado el mito de ser un pueblo emprendedor y blanco. A principios del siglo XX Baena logró entrar a la prestigiosa facultad de Minas de la Universidad de Antioquia, pero acosado y acusado por el director de todas las anomalías que sucedían en la facultad abandonó la carrera. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Bogotá y en medio de dificultades el 28 de septiembre de 1920 obtuvo el anhelado título de ingeniero en la Universidad Nacional.

IV. Casi 200 años después las promesas de la independencia y del estado republicano seguían inconclusas. Para empezar a solucionar el problema fue necesario correr el velo de la supuesta igualdad que ocultaba una realidad harto inequitativa. Reconocer sin eufemismos el racismo y la exclusión de la población negra en la sociedad nacional es parte de la solución y el corolario de la incansable lucha de varias generaciones de colombianos a lo largo de la historia.

Para reconocer y prestarle atención a la discriminación en un país como el nuestro no hace falta un pasado como el del sur de los Estados Unidos lleno de cadáveres de mujeres y hombres negros como racimos meciéndose en los árboles. La cantante Billie Hollyday contó alguna vez que mientras se presentaba en un bar del sur de norteamérica un hombre blanco le dijo de la manera más natural, mientras apuraba su vaso de Jack Daniels en las rocas, “oye Billie, porque no te cantas esa canción tan sensual que habla de los cuerpos de negros colgados en los árboles”. Tampoco hacen falta los linchamientos masivos de gente negra, cuyas fotografías los parientes y amigos se enviaban como postales, respaldadas con frases tan escuetamente aterradoras como “te mando un recuerdo de nuestra última barbacoa”.

Durante mucho tiempo, –y aún en algunos colegios y escuelas actuales– el protagonismo de los niños y niñas negras en la representación del 12 de octubre, consistía en presentarse con una especie de taparrabos, cargando un costal y recitando unas líneas pletórica en alusiones al aporte físico de los negros y a su innata capacidad para la música y el baile. Quienes tenemos buena memoria de nuestros años escolares, todavía recordamos las viñetas de un libro de texto para la enseñanza de español y literatura llamado Lenguaje total. Los dibujos y el texto explicaban uno de los mitos sobre la creación del hombre. Al parecer Dios había hecho a todos los hombres y mujeres negros, pero para enmendar su error creó un río de aguas diáfanas de modo que todos los hombres y mujeres se fueron sumergiendo hasta alcanzar la blancura deseada. Debido a la cantidad de bañistas el río se fue secando de manera que los últimos en llegar no pudieron bañarse por completo, sólo lograron meter al agua las plantas de los pies y las palmas de las manos. En la viñeta final unos cuantos seres con cara de infinita orfandad colocaban los pies y las manos sobre un hilo de agua, mientras eran observados por varios hombres y mujeres que ostentaban su blancura. Al final concluía el texto que por esta razón los negros solo tenían blanco la planta de los pies y las palmas de la mano.

Imagínense por un momento la burla a la que fueron sometidos todos los escolares afrodescendientes que se educaron siguiendo ese libro de texto en las aulas de las escuelas públicas de este país. La celebración del bicentenario sólo tiene sentido si, además de conmemorar las glorias de nuestra constitución como estado nación, profundizamos sobre las miserias de más de 200 años de racismo, exclusión y marginación.

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